No es fácil dar con gente que sonríe. ¿Por qué cada mañana el metro está inundado de estrés, de rostros de hartazgo que tiran piedras contra sí mismos, de una multitud que camina hacia una irreversible vorágine de tensión, hacia un mundo que parece no querer oír hablar de dicha?
Quizás a veces las cosas no estén fáciles para sonreír. Pero cuando encuentro a alguien que lo hace, me emociono. Y también sonrío. Tanto, que puede apoderarse de mí una incalificable cara de estúpida. Eso sí, con un gesto alegre que tampoco intento disimular, porque soy incapaz y porque fingir la alegría es una torpeza.
Y entonces sale el sol, y escucho esa canción que tanto me gusta, que me empuja cada mañana con vigor hacia todo lo maravilloso que viene y a saltar cada pequeño obstáculo. Hace tiempo que el sol está radiante, que los colores de Madrid brillan. Que sus luces son hermosas, todavía más cuando es de noche. Los atascos se hacen llevaderos, el viaje en metro es más corto, los días pasan volando.
Y entonces sale el sol, y escucho esa canción que tanto me gusta, que me empuja cada mañana con vigor hacia todo lo maravilloso que viene y a saltar cada pequeño obstáculo. Hace tiempo que el sol está radiante, que los colores de Madrid brillan. Que sus luces son hermosas, todavía más cuando es de noche. Los atascos se hacen llevaderos, el viaje en metro es más corto, los días pasan volando.
Y me pregunto cuánto durará esto, si es posible guardar un trocito de felicidad en el bolsillo, si es posible que haya tanta gente que ama la vida, que por fin eclipsa a toda aquella que se empeña en destruirla. Vuelo como una pluma, entre sueños y tropiezos, entre cambios y rutina. Y me cuesta creerlo, pero lo creo, porque la clave está en aprender a desechar lo malo. De pronto, me encuentro con grandes dosis de sonrisas. Porque esta es nuestra recompensa y porque nadie puede cortar unas alas que ansían con fuerza pasear por encima de las nubes.