Una ceguera momentánea en el corazón que tiene cura y que me da más fuerza para ver más, para percibir cada matiz, valorar cada gesto, sentir cada palabra y gozar cada sonrisa. Interminables conversaciones en las que puedo escucharme a mí misma sin temor a equivocarme porque son todas parte de una rectificación consciente.
Ámsterdam es cada vez más mía, piso sus adoquines sin la incertidumbre de las primeras veces, me paro en el Dam, bordeo el Amstel y saludo una vez más la Casa de Anne Frank, sin entrar en ella, esta vez. Pero la piel se me eriza de nuevo. Un café lleno de recuerdos, un paseo accidentado y sin rumbo en el barrio rojo, también motivo de escalofríos... Un día grande que nos demuestra que sí. Que cada vez somos más libres y que cada reflejo de luz cambia la percepción de nuestra vida.
Además, gente que se va pero que seguirá conmigo. Porque lo percibo, porque me lo han hecho saber con sólo un gesto que demuestra. Gente con la que, sin darme cuenta, he ganado. Algo más que gente (suena demasiado impersonal...). Recuerdos imborrables, emociones y cuadros de felicidad que NUNCA, (nunca...) van a desaparecer de mi memoria...