Puede que sea una de las calles más evocadoras del mundo. Salgo de mi curso de italiano y la indecisión entre caminar un rato o subir al metro se desvanece al ver los pequeños rayos de sol que aun, a mediados de octubre, brotan del cielo. Oigo una música de fondo. Me suena. Guitarras, "rock alternativo", una de las canciones que no nos cansaremos de escuchar nunca. Wonderwall. You’re my wonderwall, que se ha convertido en autentico símbolo de nuestra generación. Una de tantas. Sin pensar saco unas monedas y resulta que sus caras también me son conocidas. Estudiantes de la universidad, dos chicos con mucho talento que no se desprenden jamás de sus guitarras. Me quedo con ganas de detenerme a hablar con ellos pero la profunda concentración en la que están absortos me echa para atrás y me quedo apoltronada en la fachada del ZARA de Preciados. Donde tanta gente entra y sale al cabo del día, a ritmo de vértigo, de consumo. Sonde yo misma me “inserto” cientos de veces por rutina sin pararme a ver lo que hay alrededor. Pero a veces, en días como hoy, una pequeña chispa para mi reloj.
No hubiera sido capaz de irme de no ser porque una manifestación de virus troyanos contra Panda me arrastra. Cuatro chiflados, o no, que se disfrazan de bacterias para proclamarse en contra de la nueva versión del software. Aturdida por ese anacronismo atravieso la FNAC. Para acortar camino o quizás sólo como quien cambia de dial. Y salgo a la calle del Carmen. Y delante de la placa grafiteada de El Corte Inglés suena potente Vivaldi, que ya es un clásico. En contraste con los dos universitarios, se expande el clasicismo de estos cinco músicos: tres violinistas, un celo y un bajo. Puede que más ad’hoc con el elitismo de los compradores de alto standing, que también se detienen y forman un pequeño anfiteatro. Es entonces cuando mis hojas en blanco me asaltan porque también quieren ver o escuchar el caos y la armonía. Y las saco de la carpeta.